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viernes, 25 de noviembre de 2011

Hablando con los muertos

Reflexiones recopiladas de algunos de los primeros maestros de la parapsicología, como el Dr. Neale, W. T. Stead, Rusell Wallace, Andrew Lang y C. W. Leadbeater.

Como dice C. W. Leadbeater, hasta hace poco estaba de moda ridiculizar a cuantos se habían hallado cara a cara con un morador del mundo invisible, y aunque semejantes apariciones no eran entonces menos frecuentes que ahora, los interesados no hablaban del caso por temor a perder su reputación como sensatos miembros de una sociedad materialista. Sin embargo, en estos últimos tiempos ha reaccionado saludablemente la opinión pública en este punto, y la burla de los fenómenos psíquicos, lejos de ser una prueba de vigor mental, lo es de ignorancia y presunción. Nada vale el necio grito de "¡superstición!" en un tiempo en que existe una Sociedad de Investigaciones Psíquicas con miembros tan famosos como William Crookes, Oliverio Lodge y el insigne político Arturo Balfour, que publicaron numerosos libros de memoria referentes a dichos fenómenos, merecedores de cuidadosos y prolongados estudios.
El examen imparcial de lo referente a las apariciones nos demuestra que en todos los países del mundo hay atestiguados relatos de la vuelta eventual de los muertos. Estos visitantes rara vez dieron pormenores del mundo de que procedían, aunque muchos pueden inferirse de la comparación y el cotejo de varios casos. De todos modos, la supervivencia del hombre después de la muerte está contrastada por cuantos investigaron sin prejuicios estos relatos.

Los fantasmas existen
Según W. Stead en su obra Verdaderas historias de fantasmas, de todas las supersticiones vulgares, de las manías intelectuales, ninguna tan difícil de extirpar como la absurda falacia de que no puede haber fantasmas cuya existencia conocen todos los hombres doctos que estudiaron atentamente el asunto. Los investigadores sinceros ya no discuten la existencia de los fantasmas y, si alguien la pone en duda, le dejan investigar por su propia cuenta para que, al cabo de seis meses o acaso de seis semanas y tal vez de seis días, no pueda negar la existencia del fenómeno vulgarmente llamado "fantasma". Se darán mil explicaciones más o menos ingeniosas sobre el origen y naturaleza de los fantasmas, pero no cabe duda de la existencia de la entidad en sí misma.

Un estado superior
Aunque es indudable que por comparación y cotejo de las diversas apariciones y por conducto mediúmnico pueden obtenerse conocimientos relativos a los estados postmortem, hay, sin embargo, otro método mucho más preciso y satisfactorio para adquirir todos los pormenores de la vida en el otro mundo, según nuestra inteligencia los comprende mientras permanecemos en el plano físico. Es perfectamente posible que los llamados vivos entren en este otro mundo para investigarlo a discreción, comunicarse con sus moradores y, vueltos de nuevo a la existencia física, describir cuanto hubiesen visto.
El cuerpo físico, con el que creemos estar familiarizados, no es el único vehículo por cuyo medio puede manifestarse el alma humana, ni son los cinco sentidos los únicos canales por donde recibe el conocimiento del mundo exterior. Ya dijo San Pablo, hace siglos, que hay cuerpos terrenales y cuerpos celestiales, y aunque con esto se refiriese tal vez al elemento del hombre que supera en nivel al mundo astral, no dejan de convenir sus palabras a este superior estado. Porque es cierto que todo hombre posee un cuerpo sutil, además del físico, y cuidadosos análisis demuestran que el alma dispone de varios vehículos con sus medios particulares de percepción adecuados al respectivo plano de la naturaleza.
El que por primera vez saluda las enseñanzas de la Sabiduría debe convencerse ante todo de que en nuestro sistema solar hay una serie de planos o mundos interpuestos, con su respectiva densidad de materia. El más inferior es el mundo físico. También es cierto que el hombre corpóreo tiene diversos grados de materia correspondientes a los planos en que efectúa su evolución; y así como la actividad habitual de los sentidos corporales le capacita para recibir impresiones del universo físico, de igual suerte -una vez despierta la actividad de los sentidos sutiles- le capacita para recibir impresiones de los mundos de materia sutil que por todas partes le circundan. Cuando la muerte le separa del cuerpo físico, el ego, o alma humana, se adapta a las nuevas condiciones de existencia y aprende a utilizar los sentidos del vehículo inmediato, llamado cuerpo astral, que le capacita para darse cuenta del mundo astral inmediatamente superior, o más bien compenetrado con el mundo físico, pero de materia menos densa. Por lo tanto, para conocer la vida de ultratumba sólo necesitamos aprender a utilizar los sentidos astrales durante la existencia terrena.

Mientras el cuerpo físico duerme
El primero y más importante hecho es que la vida astral no es una nueva vida, sino continuación de la presente, y que, lejos de estar separados de los muertos, éstos nos rodean a todas horas. Lo que de ellos nos aleja es la limitación de nuestra conciencia, verlos y hablarles como antes, según lo hacemos todos constantemente, aunque poquísimos lo recuerden. Todo hombre puede aprender a enfocar la conciencia en su cuerpo astral, aun estando despierto el físico; más esto necesita un desarrollo especial y mucho tiempo en la generalidad de las gentes. Pero mientras el cuerpo físico duerme, todos los hombres actúan más o menos extensamente en su cuerpo astral, y por este medio podemos comunicarnos con nuestros difuntos. Algunas veces nos queda un parcial recuerdo de la comunicación, y entonces decimos que hemos soñado con ellos, aunque lo más frecuente es que no nos acordemos de tales encuentros y permanezcamos ignorantes de haberlos tenido. Sin embargo, es un hecho comprobado que los lazos de afecto siguen siendo tan fuertes como antes, por lo que, apenas el hombre afloja las cadenas de su cárcel terrena, busca espontáneamente la compañía de los seres a los que ama. Así es que, en vez de pasar el día con ellos, pasa la noche y tiene conciencia astral, pero no física, de sus visitas nocturnas.

Período de siembra
El mundo equivale, en cierto modo, a lo que conocemos por purgatorio; el mundo mental es la eterna bienandanza que soñaron los monjes y cantaron los poetas, pero no un sueño adulto, sino viviente, y una gloriosa realidad. La vida astral es dichosa para uno e infeliz para otros, según la disposición en que previamente se colocaron; pero todos gozan, después de ella, la felicidad perfectamente adecuada a las necesidades de cada cual.
En la mayor parte de los hombres no está la conciencia suficientemente evolucionada para actuar con desenvoltura en los vehículos superiores, por lo que hay ciertas modalidades sólo accesibles mediante los sentidos físicos, aunque una vez alcanzadas en pleno despertar aquí abajo, pueden proseguirse en mundos más elevados. Así tenemos que, a pesar de lo ilusorio de la vida física, podemos considerarla como el período de siembra durante el cual actualizamos fuerzas cuyo rendimiento cosecharemos en las más favorables y fructíferas condiciones de las esferas elevadas.
Esto en nada altera el fundamento de la realidad superior de las más altas esferas ni debe entibiar nuestro convencimiento de la eterna verdad de que la muerte es para nosotros el tránsito a mejor vida, y que cuanto de glorioso y bello conocemos ahora, no es nada comparado con la belleza y gloria de los mundos a que nos conduce, pues al atravesar la puerta de la muerte se nos cae la más tupida y opaca venda de cuantas nos impiden ver el rostro de la eternidad.

Las primeras impresiones
¿Qué es lo primero que vemos al mirar en este nuevo mundo? Suponiendo que uno de nosotros transfiriese su conciencia al plano astral, ¿qué mudanzas le llamarían primero la atención? Por lo pronto, apenas advertiría la diferencia y pudiera suponer que está viviendo lo mismo que antes. Así como la materia terrestre presenta tres estados -sólido, líquido y gaseoso- cuyas condiciones son distintas, así también hay diferentes grados, densidades y condiciones de materia astral, análogos y correspondientes a sus similares de la muerte física. Por lo tanto, el consciente en el plano astral seguiría viendo las paredes y los muebles de su aposento, porque si bien la materia física de que están formados ya no sería visible para él, la materia astral más densa bosquejaría aquellos objetos de modo que percibiría su configuración tan claramente como antes. Si examinara el objeto de cerca vería moverse las moléculas constitutivas, cuyo movimiento es invisible en el plano físico; pero como pocos moradores del plano astral observan de cerca los objetos que les rodean, la mayor parte de los muertos cree de pronto que no ha cambiado de condición, pues ve los familiares aposentos de su casa, las mismas personas con quienes convivió, porque el cuerpo astral de estas últimas está al alcance de su nueva percepción. Poco a poco nota la diferencia y luego advierte que ya no experimenta penas ni fatigas. Quien pudiera comprender lo que esto significa, vislumbraría la realidad de la vida superior, pues ¿cómo dar idea de la total carencia de cansancio y pena a quienes no tienen un momento de descanso en los afanes de la vida y apenas recuerdan haber estado libres de ansiedad? Hemos adulterado de tal modo la doctrina de la inmortalidad del alma, que con mucha frecuencia se resisten a creer los muertos que ya no están en el mundo, puesto que oyen, ven, piensan y sienten. A veces suelen exclamar '¡Pero si yo no estoy muerto! Estoy tan vivo como siempre y me siento mucho mejor que antes'.
Verdaderamente sigue viviendo, y así debiera haberlo esperado si no le aleccionaran erróneamente.

¿Qué ocurre durante los primeros días después de la muerte?
La conciencia astral se le consolida al difunto al percatarse de que no puede hablar con los parientes y amigos a quienes está viendo, pues aunque trate de comunicarse con ellos, no lo oyen, y si les toca no despierta en ellos sensación alguna. Entonces cree que está soñando y que luego despertará porque otras veces (cuando los de la Tierra están durmiendo) sus parientes y amigos notan su presencia y hablan con él como en vida. Poco a poco se va convenciendo de que se halla al otro lado de la tumba, y entonces se inquieta a causa también de las erróneas enseñanzas recibidas, pues no comprende dónde está ni qué le ha sucedido, dado que su situación no es la que esperaba desde el punto de vista ortodoxo. Gradualmente irá viendo allí muchas novedades y no pocos aspectos complementados de cuanto ya conocía, porque en el mundo astral los pensamientos y deseos toman forma visible, constituida en su mayoría por la materia más sutil de dicho plano. Según transcurre la vida astral, aquellas formas adquieren mayor relieve, porque entretanto ha ido atrayéndolas hacia sí cada vez con más fuerza.
El ego emplea el primer periodo de su encarnación en sumirse en la materia y el segundo período en desprenderse de ella con los resultados de su acción. Durante la vida física el hombre puede elevar sus pensamientos y apartarlos más y más de las cosas terrenas hasta que llegue la hora de dejarlas junto con el cuerpo. Entonces comienzo su vida astral, pero continúa el proceso de eliminación cuyo resultado es que, según pasa el tiempo, aparta más y más su atención de la ínfima materia astral que constituye las imágenes de los objetos físicos y la convierte a la submateria constitutiva de las formas de pensamiento, tales como aparecen en el plano astral.
De este modo se habitúa a vivir en un ambiente mental y se desvanece ante su vista la imagen del mundo físico, no porque él haya mudado de lugar en el espacio, sino porque su interés muda de centro. Todavía subsisten sus deseos expresados en las formas circunstantes, y de la índole de estos deseos dependerá la dicha o el infortunio de su existencia astral.
El estudio de esta vida superfísica nos muestra con toda claridad la razón de muchos preceptos morales. La mayor parte de los hombres reconocen la maldad de las faltas que perjudican materialmente al prójimo; pero se maravillan de que tarnbién se tenga por maldad sentir envidia, odio o ambición, aun sin concretar expresamente esos sentimientos en palabras u obras.

Una sorprendente compañía
(Éxtractado de "El Pensador Progresivo" del 13.XII.1902). Al advertir que iba a ser madre, noté también instintivamente la presencia de una entidad visible que me pareció femenina y de bastante más edad que yo. Gradualmente se robusteció la presunción de esta presencia y al cabo de tres meses empecé a recibir de ella largas comunicaciones manifestando celoso interés por mi salud y bienestar. Con el tiempo, llegué a oír distintamente su voz y a disfrutar de muchas horas de conversación con ella, de suerte que me dijo cómo se llamaba y de qué país era, con otros pormenores biográficos. Parecía ansiosa de que yo la conociese y amara por ella misma, según me dijo, a cuyo efecto se esforzó en hacerse visible hasta conseguirlo, y desde entonces fue para mí una fiel compañera como si hubiese tenido cuerpo físico. Tan sólo necesitaba yo echar las cortinas, de modo que el aposento quedase a media luz, para que la entidad se me apareciera y hablase.
Dos o tres semanas antes de¡ nacimiento de la criatura, me declaró la entidad que el verdadero propósito de su presencia era que infundiera en la nueva forma corporal apenas naciera, pues le convenía ultimar una experiencia terrena. Confieso que no entendí lo que con ello quiso decirme y me quedé muy preocupada. la víspera del alumbramiento vi por última vez a mi compañera, que se me apareció y dijo, "Ha llegado la hora. Ten valor y todo nos irá bien". Tuve al día siguiente una niña que en verdad era la perfecta miniatura de mi compañera espiritual, sin parecido alguno con los parientes de ambas ramas de la familia y, al verla, decían todos: "¡Pero si no parece una recién nacida!"... Me sorprendí en extremo al leer años después un libro muy antiguo: la biografía de la mujer cuyo nombre y antecedentes me diera como suyos la entidad amiga, aparte de ciertos pormenores que nadie más conocía. Sin embargo, no dije ni una palabra de cuanto me había pasado, porque era de suponer el juicio de las gentes respecto a lo que afirmara una mujer de tan poca experiencia como yo.
Al cumplir mi hija quince años, pronuncié por primera vez en su presencia el nombre de la entidad amiga y ella se volvió rápidamente hacia mí con aire de sorpresa, diciéndome: "Mamá, ¿me llamaba papá por ese nombre?" Yo le respondí-. "No hija; nunca te hemos llamado así". Ella replicó: "Pues yo estoy segura de que alguien, en alguna parte, me llamó por ese nombre".
Añadiré que el carácter de mi hija es muy semejante al histórico carácter de la mujer cuyo espíritu dijo que se infundiría en la nueva forma.

La protección de los muertos
El testimonio de un tal doctor Neale, trascrito en Protectores invisibles, de Leadbeater, refiere que, poco después de haber enviudado, estaba de visita con sus hijos, todavía pequeños, en una casa de campo cuyos bajos tenían largos y oscuros corredores por donde los niños jugaban gozosamente al escondite. Pero cuando más seguros se creían, toparon con unos escalones frente a los cuales se les apareció su madre diciéndoles que volvieran atrás, como así lo hicieron. Posteriores pesquisas denotaron que los escalones daban a un pozo descubierto, en donde los desprevenidos muchachos hubieran caído de no evitarlo el maternal aviso.
En este caso parece indudable que la misma madre celaba a sus hijos desde el plano astral y que el ardentísimo deseo de avisarles del peligro le dio bastante poder para manifestarse, visible y auditivamente, por un momento, o también para infundir en la mente de los niños la idea de que la veían y oían. Asimismo, es posible que el protector no fuera la misma madre y tomase la apariencia de ésta con objeto de alarmar a log niños; pero lo más lógicamente probable es atribuir el fenómeno a la acción del siempre vigilante amor maternal, no debilitado por la muerte.

¿Cómo actuar ante una aparición?
Según eminentes especialistas, los venidos del otro mundo se quejan de la manera con que los acoge la generalidad de las gentes. Por lo común el difunto ha de hacer un gran esfuerzo para mostrarse, y así no lo intenta más que por gravísimos motivos o en caso de necesidad extrema, y aun entonces sólo mantiene la materialización por breves instantes, que le conviene en extremo aprovechar, pues no le bastan ni para la mitad de lo que desea decir y, sin embargo, la mayoría de los vivos desperdicia este fugaz intervalo en sobresaltos, azoramiento y huidas. Pongámonos en el lugar del difunto y veamos qué le sucede cuando procedemos tan egoísta y pusilánimemente.
Si una persona atribulada por graves congojas en el plano físico viene a pedir nuestro auxilio, lo menos que por ella hacemos es oír sus cuitas. ¿Por qué, pues, no hemos de hacer lo mismo cuando se trata de un difunto? Ningún temor nos causaría éste si estuviese vivo, a pesar de que entonces poseería el cuerpo físico por cuyo medio es capaz de dañarnos si quisiera, y en cambio le tememos muerto, no obstante tener sobre él la ventaja de un vehículo más denso. Tan hombre y tan prójimo nuestro era en vida como sigue siendo en muerte, sin que en lo más mínimo pueda dañarnos. ¿Por qué, entonces, la actitud de receloso temor que respecto a los fantasmas observa la generalidad de la gente?

El yo subconsciente
Una extravagante teoría de los investigadores científicos es la que supone en todas las cosas, así visibles como invisibles, la acción de un "yo sublimado". El doctor Alfredo Russel Wallace critica aceradamente esta teoría y dice: "El yo subconsciente, con su rico acopio de conocimientos (que nadie sabe cómo allegó), con su carácter distinto, su moralidad inferior y sus constantes contradicciones, es tan especulativo y puramente teórico como el espíritu de un difunto o cualquier otro espíritu. Por lo tanto, calificar de científica la hipótesis deil yo subconsciente' y de anticientífica la del espíritu es tergiversar la cuestión".

El fuego no quema
Un sorprendente y no muy común fenómeno de los producidos en las sesiones espiritas es el de manejar el fuego sin riesgo alguno de quemadura. Escribe Leadbeater, "En una sesión tenida en Londres una forma materializada puso intencionadamente la mano en medio de un montón de ascuas y, tomando una de ellas, del tamaño de una pelota, me la ofreció, diciéndome sosegadamente. 'Tómala en la mano'. Titubeé por un momento, como era natural, pero las muestras de impaciencia que en aquel punto dio el materializado espectro me resolvieron a tomar el ascua, convencido de que por algo me lo decía, y en todo caso me bastaba tirar el ascua al suelo, antes de que me abrasara. Alargué la mano y, una vez puesto el fuego en la palma, no sentí ni la más mínima sensación de calor, a pesar de que al aplicar el espectro un pedazo de papel, ardió instantáneamente. Por tiempo de un minuto y medio sostuve el ascua, hasta que ya algo empañada me ordenó el espectro que la volviese a tirar al fuego. No me quedó en la mano ni el más leve estigma, ni noté olor a chamusquina, y únicamente vi un poco de ceniza".

El caso del rasguño
El caso, recogido por la Sociedad de Investigaciones Psíquicas con el testimonio del padre y el hermano del protagonista, es relatado así por Andrés Lang en su obra Sueños y Fantasmas:
"El año 1867 falleció, de cólera fulminante, la señorita G., a los dieciocho años de edad en la ciudad de San Luis. Nueve años después, en 1867, su hermano EG., que la quería en extremo, hubo de ir por asuntos comerciales a San José y, mientras fumaba un cigarro redactando órdenes para sus dependientes, echó de ver la figura de su hermana sentada a su izquierda con el brazo apoyado sobre la mesa. Sin reparar en la imposibilidad del contacto iba presuroso a abrazarla, cuando se desvaneció rápidamente. Se quedó EG. con la pluma en el tintero, el cigarro en la mano y el nombre de su hermana entre los labios. La había reconocido por el semblante, el traje, la mirada y la apostura, pero llevaba en la mejilla derecha una arañazo de rojo intenso que su hermano nunca le había visto. El señor EG. tomó el primer tren que salía para San Luis y refirió en su casa lo que le había ocurrido. El padre quiso echar la cosa a broma, pero la madre cayó desvanecida y, al recobrar el sentido, dijo que al vestir a la muerta le había hecho, sin querer, un rasguño en la cara con la punta de un imperdible, y para que nadie se enterase disimuló con polvos de arroz el arañazo. Conocido este pormenor, ya no pudo dudar EG. de que había visto a su hermana".

El terror de la muerte
Del prejuicio falaz que supone incognoscible el mundo de ultratumba deriva, en gran parte, y está directamente relacionado con él, el terror a la muerte que tan gravemente influye en la vida de muchos hombres.
Nadie suele tratar este punto en la conversación ordinaria; pero quienes, como los sacerdotes, están en íntimo contacto con un gran número de gentes, saben de sobra cuán intenso es el terror a la muerte en algunos que la ven como espectro cuya constante amenaza no les deja ni una hora de sosiego.
Por supuesto, que quien teme la muerte teme también la de sus allegados, y cuando la de alguno de ellos sobreviene, no sólo se entristece por la separación, sino por la suerte que la haya deparado el destino. El conocimiento de las verdades relativas a la muerte desvanece al mismo tiempo el terror y la ansiedad, y el hombre debidamente instruido en este punto considera la muerte como un paso de la vida y se convence de que la existencia de ultratumba no es más temible que la terrena. El temor nace, no tanto de vislumbrar algo espantoso, como del sentimiento de lo incierto y del horror a los abismos sin fondo.
Cuando a esta falsa creencia sustituye el definido conocimiento de lo que con el mundo astral se relaciona, el hombre cobra confianza y está dispuesto a arrostrar ecuánimemente su destino. La convicción de que en los mundos superiores rigen idénticas leyes que en el nuestro, nos pone en más íntimo contacto con ellos y nos acostumbra a mirarlos como residencia propia. Tenemos entonces la certidumbre de que en todos los mundos estamos igualmente sujetos al mismo poder.

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