Reflexiones recopiladas de algunos de los primeros maestros de la
parapsicología, como el Dr. Neale, W. T. Stead, Rusell Wallace, Andrew
Lang y C. W. Leadbeater.
Como dice C. W. Leadbeater, hasta hace poco estaba de moda
ridiculizar a cuantos se habían hallado cara a cara con un morador del
mundo invisible, y aunque semejantes apariciones no eran entonces menos
frecuentes que ahora, los interesados no hablaban del caso por temor a
perder su reputación como sensatos miembros de una sociedad
materialista. Sin embargo, en estos últimos tiempos ha reaccionado
saludablemente la opinión pública en este punto, y la burla de los
fenómenos psíquicos, lejos de ser una prueba de vigor mental, lo es de
ignorancia y presunción. Nada vale el necio grito de "¡superstición!" en
un tiempo en que existe una Sociedad de Investigaciones Psíquicas con
miembros tan famosos como William Crookes, Oliverio Lodge y el insigne
político Arturo Balfour, que publicaron numerosos libros de memoria
referentes a dichos fenómenos, merecedores de cuidadosos y prolongados
estudios.
El examen imparcial de lo referente a las apariciones nos demuestra
que en todos los países del mundo hay atestiguados relatos de la vuelta
eventual de los muertos. Estos visitantes rara vez dieron pormenores del
mundo de que procedían, aunque muchos pueden inferirse de la
comparación y el cotejo de varios casos. De todos modos, la
supervivencia del hombre después de la muerte está contrastada por
cuantos investigaron sin prejuicios estos relatos.
Los fantasmas existen
Según W. Stead en su obra Verdaderas historias de fantasmas, de todas
las supersticiones vulgares, de las manías intelectuales, ninguna tan
difícil de extirpar como la absurda falacia de que no puede haber
fantasmas cuya existencia conocen todos los hombres doctos que
estudiaron atentamente el asunto. Los investigadores sinceros ya no
discuten la existencia de los fantasmas y, si alguien la pone en duda,
le dejan investigar por su propia cuenta para que, al cabo de seis meses
o acaso de seis semanas y tal vez de seis días, no pueda negar la
existencia del fenómeno vulgarmente llamado "fantasma". Se darán mil
explicaciones más o menos ingeniosas sobre el origen y naturaleza de los
fantasmas, pero no cabe duda de la existencia de la entidad en sí
misma.
Un estado superior
Aunque es indudable que por comparación y cotejo de las diversas
apariciones y por conducto mediúmnico pueden obtenerse conocimientos
relativos a los estados postmortem, hay, sin embargo, otro método mucho
más preciso y satisfactorio para adquirir todos los pormenores de la
vida en el otro mundo, según nuestra inteligencia los comprende mientras
permanecemos en el plano físico. Es perfectamente posible que los
llamados vivos entren en este otro mundo para investigarlo a discreción,
comunicarse con sus moradores y, vueltos de nuevo a la existencia
física, describir cuanto hubiesen visto.
El cuerpo físico, con el que creemos estar familiarizados, no es el
único vehículo por cuyo medio puede manifestarse el alma humana, ni son
los cinco sentidos los únicos canales por donde recibe el conocimiento
del mundo exterior. Ya dijo San Pablo, hace siglos, que hay cuerpos
terrenales y cuerpos celestiales, y aunque con esto se refiriese tal vez
al elemento del hombre que supera en nivel al mundo astral, no dejan de
convenir sus palabras a este superior estado. Porque es cierto que todo
hombre posee un cuerpo sutil, además del físico, y cuidadosos análisis
demuestran que el alma dispone de varios vehículos con sus medios
particulares de percepción adecuados al respectivo plano de la
naturaleza.
El que por primera vez saluda las enseñanzas de la Sabiduría debe
convencerse ante todo de que en nuestro sistema solar hay una serie de
planos o mundos interpuestos, con su respectiva densidad de materia. El
más inferior es el mundo físico. También es cierto que el hombre
corpóreo tiene diversos grados de materia correspondientes a los planos
en que efectúa su evolución; y así como la actividad habitual de los
sentidos corporales le capacita para recibir impresiones del universo
físico, de igual suerte -una vez despierta la actividad de los sentidos
sutiles- le capacita para recibir impresiones de los mundos de materia
sutil que por todas partes le circundan. Cuando la muerte le separa del
cuerpo físico, el ego, o alma humana, se adapta a las nuevas condiciones
de existencia y aprende a utilizar los sentidos del vehículo inmediato,
llamado cuerpo astral, que le capacita para darse cuenta del mundo
astral inmediatamente superior, o más bien compenetrado con el mundo
físico, pero de materia menos densa. Por lo tanto, para conocer la vida
de ultratumba sólo necesitamos aprender a utilizar los sentidos astrales
durante la existencia terrena.
Mientras el cuerpo físico duerme
El primero y más importante hecho es que la vida astral no es una
nueva vida, sino continuación de la presente, y que, lejos de estar
separados de los muertos, éstos nos rodean a todas horas. Lo que de
ellos nos aleja es la limitación de nuestra conciencia, verlos y
hablarles como antes, según lo hacemos todos constantemente, aunque
poquísimos lo recuerden. Todo hombre puede aprender a enfocar la
conciencia en su cuerpo astral, aun estando despierto el físico; más
esto necesita un desarrollo especial y mucho tiempo en la generalidad de
las gentes. Pero mientras el cuerpo físico duerme, todos los hombres
actúan más o menos extensamente en su cuerpo astral, y por este medio
podemos comunicarnos con nuestros difuntos. Algunas veces nos queda un
parcial recuerdo de la comunicación, y entonces decimos que hemos soñado
con ellos, aunque lo más frecuente es que no nos acordemos de tales
encuentros y permanezcamos ignorantes de haberlos tenido. Sin embargo,
es un hecho comprobado que los lazos de afecto siguen siendo tan fuertes
como antes, por lo que, apenas el hombre afloja las cadenas de su
cárcel terrena, busca espontáneamente la compañía de los seres a los que
ama. Así es que, en vez de pasar el día con ellos, pasa la noche y
tiene conciencia astral, pero no física, de sus visitas nocturnas.
Período de siembra
El mundo equivale, en cierto modo, a lo que conocemos por purgatorio;
el mundo mental es la eterna bienandanza que soñaron los monjes y
cantaron los poetas, pero no un sueño adulto, sino viviente, y una
gloriosa realidad. La vida astral es dichosa para uno e infeliz para
otros, según la disposición en que previamente se colocaron; pero todos
gozan, después de ella, la felicidad perfectamente adecuada a las
necesidades de cada cual.
En la mayor parte de los hombres no está la conciencia
suficientemente evolucionada para actuar con desenvoltura en los
vehículos superiores, por lo que hay ciertas modalidades sólo accesibles
mediante los sentidos físicos, aunque una vez alcanzadas en pleno
despertar aquí abajo, pueden proseguirse en mundos más elevados. Así
tenemos que, a pesar de lo ilusorio de la vida física, podemos
considerarla como el período de siembra durante el cual actualizamos
fuerzas cuyo rendimiento cosecharemos en las más favorables y
fructíferas condiciones de las esferas elevadas.
Esto en nada altera el fundamento de la realidad superior de las más
altas esferas ni debe entibiar nuestro convencimiento de la eterna
verdad de que la muerte es para nosotros el tránsito a mejor vida, y que
cuanto de glorioso y bello conocemos ahora, no es nada comparado con la
belleza y gloria de los mundos a que nos conduce, pues al atravesar la
puerta de la muerte se nos cae la más tupida y opaca venda de cuantas
nos impiden ver el rostro de la eternidad.
Las primeras impresiones
¿Qué es lo primero que vemos al mirar en este nuevo mundo? Suponiendo
que uno de nosotros transfiriese su conciencia al plano astral, ¿qué
mudanzas le llamarían primero la atención? Por lo pronto, apenas
advertiría la diferencia y pudiera suponer que está viviendo lo mismo
que antes. Así como la materia terrestre presenta tres estados -sólido,
líquido y gaseoso- cuyas condiciones son distintas, así también hay
diferentes grados, densidades y condiciones de materia astral, análogos y
correspondientes a sus similares de la muerte física. Por lo tanto, el
consciente en el plano astral seguiría viendo las paredes y los muebles
de su aposento, porque si bien la materia física de que están formados
ya no sería visible para él, la materia astral más densa bosquejaría
aquellos objetos de modo que percibiría su configuración tan claramente
como antes. Si examinara el objeto de cerca vería moverse las moléculas
constitutivas, cuyo movimiento es invisible en el plano físico; pero
como pocos moradores del plano astral observan de cerca los objetos que
les rodean, la mayor parte de los muertos cree de pronto que no ha
cambiado de condición, pues ve los familiares aposentos de su casa, las
mismas personas con quienes convivió, porque el cuerpo astral de estas
últimas está al alcance de su nueva percepción. Poco a poco nota la
diferencia y luego advierte que ya no experimenta penas ni fatigas.
Quien pudiera comprender lo que esto significa, vislumbraría la realidad
de la vida superior, pues ¿cómo dar idea de la total carencia de
cansancio y pena a quienes no tienen un momento de descanso en los
afanes de la vida y apenas recuerdan haber estado libres de ansiedad?
Hemos adulterado de tal modo la doctrina de la inmortalidad del alma,
que con mucha frecuencia se resisten a creer los muertos que ya no están
en el mundo, puesto que oyen, ven, piensan y sienten. A veces suelen
exclamar '¡Pero si yo no estoy muerto! Estoy tan vivo como siempre y me
siento mucho mejor que antes'.
Verdaderamente sigue viviendo, y así debiera haberlo esperado si no le aleccionaran erróneamente.
¿Qué ocurre durante los primeros días después de la muerte?
La conciencia astral se le consolida al difunto al percatarse de que
no puede hablar con los parientes y amigos a quienes está viendo, pues
aunque trate de comunicarse con ellos, no lo oyen, y si les toca no
despierta en ellos sensación alguna. Entonces cree que está soñando y
que luego despertará porque otras veces (cuando los de la Tierra están
durmiendo) sus parientes y amigos notan su presencia y hablan con él
como en vida. Poco a poco se va convenciendo de que se halla al otro
lado de la tumba, y entonces se inquieta a causa también de las erróneas
enseñanzas recibidas, pues no comprende dónde está ni qué le ha
sucedido, dado que su situación no es la que esperaba desde el punto de
vista ortodoxo. Gradualmente irá viendo allí muchas novedades y no pocos
aspectos complementados de cuanto ya conocía, porque en el mundo astral
los pensamientos y deseos toman forma visible, constituida en su
mayoría por la materia más sutil de dicho plano. Según transcurre la
vida astral, aquellas formas adquieren mayor relieve, porque entretanto
ha ido atrayéndolas hacia sí cada vez con más fuerza.
El ego emplea el primer periodo de su encarnación en sumirse en la
materia y el segundo período en desprenderse de ella con los resultados
de su acción. Durante la vida física el hombre puede elevar sus
pensamientos y apartarlos más y más de las cosas terrenas hasta que
llegue la hora de dejarlas junto con el cuerpo. Entonces comienzo su
vida astral, pero continúa el proceso de eliminación cuyo resultado es
que, según pasa el tiempo, aparta más y más su atención de la ínfima
materia astral que constituye las imágenes de los objetos físicos y la
convierte a la submateria constitutiva de las formas de pensamiento,
tales como aparecen en el plano astral.
De este modo se habitúa a vivir en un ambiente mental y se desvanece
ante su vista la imagen del mundo físico, no porque él haya mudado de
lugar en el espacio, sino porque su interés muda de centro. Todavía
subsisten sus deseos expresados en las formas circunstantes, y de la
índole de estos deseos dependerá la dicha o el infortunio de su
existencia astral.
El estudio de esta vida superfísica nos muestra con toda claridad la
razón de muchos preceptos morales. La mayor parte de los hombres
reconocen la maldad de las faltas que perjudican materialmente al
prójimo; pero se maravillan de que tarnbién se tenga por maldad sentir
envidia, odio o ambición, aun sin concretar expresamente esos
sentimientos en palabras u obras.
Una sorprendente compañía
(Éxtractado de "El Pensador Progresivo" del 13.XII.1902). Al advertir
que iba a ser madre, noté también instintivamente la presencia de una
entidad visible que me pareció femenina y de bastante más edad que yo.
Gradualmente se robusteció la presunción de esta presencia y al cabo de
tres meses empecé a recibir de ella largas comunicaciones manifestando
celoso interés por mi salud y bienestar. Con el tiempo, llegué a oír
distintamente su voz y a disfrutar de muchas horas de conversación con
ella, de suerte que me dijo cómo se llamaba y de qué país era, con otros
pormenores biográficos. Parecía ansiosa de que yo la conociese y amara
por ella misma, según me dijo, a cuyo efecto se esforzó en hacerse
visible hasta conseguirlo, y desde entonces fue para mí una fiel
compañera como si hubiese tenido cuerpo físico. Tan sólo necesitaba yo
echar las cortinas, de modo que el aposento quedase a media luz, para
que la entidad se me apareciera y hablase.
Dos o tres semanas antes de¡ nacimiento de la criatura, me declaró la
entidad que el verdadero propósito de su presencia era que infundiera
en la nueva forma corporal apenas naciera, pues le convenía ultimar una
experiencia terrena. Confieso que no entendí lo que con ello quiso
decirme y me quedé muy preocupada. la víspera del alumbramiento vi por
última vez a mi compañera, que se me apareció y dijo, "Ha llegado la
hora. Ten valor y todo nos irá bien". Tuve al día siguiente una niña que
en verdad era la perfecta miniatura de mi compañera espiritual, sin
parecido alguno con los parientes de ambas ramas de la familia y, al
verla, decían todos: "¡Pero si no parece una recién nacida!"... Me
sorprendí en extremo al leer años después un libro muy antiguo: la
biografía de la mujer cuyo nombre y antecedentes me diera como suyos la
entidad amiga, aparte de ciertos pormenores que nadie más conocía. Sin
embargo, no dije ni una palabra de cuanto me había pasado, porque era de
suponer el juicio de las gentes respecto a lo que afirmara una mujer de
tan poca experiencia como yo.
Al cumplir mi hija quince años, pronuncié por primera vez en su
presencia el nombre de la entidad amiga y ella se volvió rápidamente
hacia mí con aire de sorpresa, diciéndome: "Mamá, ¿me llamaba papá por
ese nombre?" Yo le respondí-. "No hija; nunca te hemos llamado así".
Ella replicó: "Pues yo estoy segura de que alguien, en alguna parte, me
llamó por ese nombre".
Añadiré que el carácter de mi hija es muy semejante al histórico
carácter de la mujer cuyo espíritu dijo que se infundiría en la nueva
forma.
La protección de los muertos
El testimonio de un tal doctor Neale, trascrito en Protectores
invisibles, de Leadbeater, refiere que, poco después de haber enviudado,
estaba de visita con sus hijos, todavía pequeños, en una casa de campo
cuyos bajos tenían largos y oscuros corredores por donde los niños
jugaban gozosamente al escondite. Pero cuando más seguros se creían,
toparon con unos escalones frente a los cuales se les apareció su madre
diciéndoles que volvieran atrás, como así lo hicieron. Posteriores
pesquisas denotaron que los escalones daban a un pozo descubierto, en
donde los desprevenidos muchachos hubieran caído de no evitarlo el
maternal aviso.
En este caso parece indudable que la misma madre celaba a sus hijos
desde el plano astral y que el ardentísimo deseo de avisarles del
peligro le dio bastante poder para manifestarse, visible y
auditivamente, por un momento, o también para infundir en la mente de
los niños la idea de que la veían y oían. Asimismo, es posible que el
protector no fuera la misma madre y tomase la apariencia de ésta con
objeto de alarmar a log niños; pero lo más lógicamente probable es
atribuir el fenómeno a la acción del siempre vigilante amor maternal, no
debilitado por la muerte.
¿Cómo actuar ante una aparición?
Según eminentes especialistas, los venidos del otro mundo se quejan
de la manera con que los acoge la generalidad de las gentes. Por lo
común el difunto ha de hacer un gran esfuerzo para mostrarse, y así no
lo intenta más que por gravísimos motivos o en caso de necesidad
extrema, y aun entonces sólo mantiene la materialización por breves
instantes, que le conviene en extremo aprovechar, pues no le bastan ni
para la mitad de lo que desea decir y, sin embargo, la mayoría de los
vivos desperdicia este fugaz intervalo en sobresaltos, azoramiento y
huidas. Pongámonos en el lugar del difunto y veamos qué le sucede cuando
procedemos tan egoísta y pusilánimemente.
Si una persona atribulada por graves congojas en el plano físico
viene a pedir nuestro auxilio, lo menos que por ella hacemos es oír sus
cuitas. ¿Por qué, pues, no hemos de hacer lo mismo cuando se trata de un
difunto? Ningún temor nos causaría éste si estuviese vivo, a pesar de
que entonces poseería el cuerpo físico por cuyo medio es capaz de
dañarnos si quisiera, y en cambio le tememos muerto, no obstante tener
sobre él la ventaja de un vehículo más denso. Tan hombre y tan prójimo
nuestro era en vida como sigue siendo en muerte, sin que en lo más
mínimo pueda dañarnos. ¿Por qué, entonces, la actitud de receloso temor
que respecto a los fantasmas observa la generalidad de la gente?
El yo subconsciente
Una extravagante teoría de los investigadores científicos es la que
supone en todas las cosas, así visibles como invisibles, la acción de un
"yo sublimado". El doctor Alfredo Russel Wallace critica aceradamente
esta teoría y dice: "El yo subconsciente, con su rico acopio de
conocimientos (que nadie sabe cómo allegó), con su carácter distinto, su
moralidad inferior y sus constantes contradicciones, es tan
especulativo y puramente teórico como el espíritu de un difunto o
cualquier otro espíritu. Por lo tanto, calificar de científica la
hipótesis deil yo subconsciente' y de anticientífica la del espíritu es
tergiversar la cuestión".
El fuego no quema
Un sorprendente y no muy común fenómeno de los producidos en las
sesiones espiritas es el de manejar el fuego sin riesgo alguno de
quemadura. Escribe Leadbeater, "En una sesión tenida en Londres una
forma materializada puso intencionadamente la mano en medio de un montón
de ascuas y, tomando una de ellas, del tamaño de una pelota, me la
ofreció, diciéndome sosegadamente. 'Tómala en la mano'. Titubeé por un
momento, como era natural, pero las muestras de impaciencia que en aquel
punto dio el materializado espectro me resolvieron a tomar el ascua,
convencido de que por algo me lo decía, y en todo caso me bastaba tirar
el ascua al suelo, antes de que me abrasara. Alargué la mano y, una vez
puesto el fuego en la palma, no sentí ni la más mínima sensación de
calor, a pesar de que al aplicar el espectro un pedazo de papel, ardió
instantáneamente. Por tiempo de un minuto y medio sostuve el ascua,
hasta que ya algo empañada me ordenó el espectro que la volviese a tirar
al fuego. No me quedó en la mano ni el más leve estigma, ni noté olor a
chamusquina, y únicamente vi un poco de ceniza".
El caso del rasguño
El caso, recogido por la Sociedad de Investigaciones Psíquicas con el
testimonio del padre y el hermano del protagonista, es relatado así por
Andrés Lang en su obra Sueños y Fantasmas:
"El año 1867 falleció, de cólera fulminante, la señorita G., a los
dieciocho años de edad en la ciudad de San Luis. Nueve años después, en
1867, su hermano EG., que la quería en extremo, hubo de ir por asuntos
comerciales a San José y, mientras fumaba un cigarro redactando órdenes
para sus dependientes, echó de ver la figura de su hermana sentada a su
izquierda con el brazo apoyado sobre la mesa. Sin reparar en la
imposibilidad del contacto iba presuroso a abrazarla, cuando se
desvaneció rápidamente. Se quedó EG. con la pluma en el tintero, el
cigarro en la mano y el nombre de su hermana entre los labios. La había
reconocido por el semblante, el traje, la mirada y la apostura, pero
llevaba en la mejilla derecha una arañazo de rojo intenso que su hermano
nunca le había visto. El señor EG. tomó el primer tren que salía para
San Luis y refirió en su casa lo que le había ocurrido. El padre quiso
echar la cosa a broma, pero la madre cayó desvanecida y, al recobrar el
sentido, dijo que al vestir a la muerta le había hecho, sin querer, un
rasguño en la cara con la punta de un imperdible, y para que nadie se
enterase disimuló con polvos de arroz el arañazo. Conocido este
pormenor, ya no pudo dudar EG. de que había visto a su hermana".
El terror de la muerte
Del prejuicio falaz que supone incognoscible el mundo de ultratumba
deriva, en gran parte, y está directamente relacionado con él, el terror
a la muerte que tan gravemente influye en la vida de muchos hombres.
Nadie suele tratar este punto en la conversación ordinaria; pero
quienes, como los sacerdotes, están en íntimo contacto con un gran
número de gentes, saben de sobra cuán intenso es el terror a la muerte
en algunos que la ven como espectro cuya constante amenaza no les deja
ni una hora de sosiego.
Por supuesto, que quien teme la muerte teme también la de sus
allegados, y cuando la de alguno de ellos sobreviene, no sólo se
entristece por la separación, sino por la suerte que la haya deparado el
destino. El conocimiento de las verdades relativas a la muerte
desvanece al mismo tiempo el terror y la ansiedad, y el hombre
debidamente instruido en este punto considera la muerte como un paso de
la vida y se convence de que la existencia de ultratumba no es más
temible que la terrena. El temor nace, no tanto de vislumbrar algo
espantoso, como del sentimiento de lo incierto y del horror a los
abismos sin fondo.
Cuando a esta falsa creencia sustituye el definido conocimiento de lo
que con el mundo astral se relaciona, el hombre cobra confianza y está
dispuesto a arrostrar ecuánimemente su destino. La convicción de que en
los mundos superiores rigen idénticas leyes que en el nuestro, nos pone
en más íntimo contacto con ellos y nos acostumbra a mirarlos como
residencia propia. Tenemos entonces la certidumbre de que en todos los
mundos estamos igualmente sujetos al mismo poder.
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