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sábado, 5 de noviembre de 2011

Cátaros en España

Azotados por la cruzada y perseguidos por la Inquisición, muchos de los herejes cátaros que se habían extendido por el Mediodía de Francia optaron por dejar atrás sus hogares y exiliarse en otros territorios. Entre ellos los distintos reinos de la Península Ibérica ocuparon un lugar principal por su proximidad a su lugar de procedencia.
Las tierras del Languedoc, en el sur de Francia, estaban inmersas en una frenética actividad durante las primeras jornadas del mes de septiembre de 1213. En torno a la fortaleza de Muret, situada a escasos veinte kilómetros de Tolosa y defendida por decenas de hombres del ejército cruzado organizado para erradicar la herejía cátara en la región, se habían ido congregando cientos de caballeros pertenecientes a la hueste del rey aragonés Pedro II y sus vasallos occitanos. Aquel mismo año, en el mes de enero, el monarca aragonés había aceptado el juramento de fidelidad que le rindieron los condes de Foix, Cominges, Tolosa y el Beárn, quienes habían acudido a él en busca de auxilio ante el imparable y amenazador avance de las tropas cruzadas organizadas por el Papa y apoyadas con las fuerzas francesas de Felipe II.
Un año antes, en 1212, Pedro II había participado valerosamente en la batalla de las Navas de Tolosa frente a los infieles musulmanes, una actuación que resultó decisiva para la victoria. Paradójicamente, el monarca, apodado el Católico, se veía ahora al frente de un ejército que tenía como enemigo a las tropas cruzadas de Inocencio III.
Aquella defensa de sus vasallos y siervos occitanos no suponía, sin embargo, un apoyo del monarca a la herejía cátara que se había extendido por sus dominios, sino que respondía más bien a la necesidad de velar por sus intereses territoriales ubicados más allá de los Pirineos ante las ambiciones de conquista del monarca francés y los nobles del norte.
El asedio a la población de Muret, que constituía un importante enclave estratégico, arrancó el 10 de septiembre. Las tropas tolosanas y aragonesas, provistas de todos los medios para sitiar aquel bastión, comenzaron las maniobras y lograron hacerse con el control de una de las puertas y una de las torres de la ciudad, y desplazaron a las escasas tropas francesas hasta la fortaleza. El inicio de las hostilidades había llegado a oídos de Simón de Monfort, el líder cruzado, quien poco después llegó con sus tropas y logró refugiarse tras las murallas de Muret.

Dos días después, el 12 de septiembre, se desató la batalla. Las fuerzas de Pedro II y sus aliados aventajaban en número a las de sus enemigos cruzados. Una superioridad numérica que, sin embargo, generó una peligrosa confianza en el ánimo del aragonés. Los hombres del Católico, divididos en tres grupos, arremetieron precipitadamente y sin estrategia contra las tropas de Monfort, inferiores en número pero mejor organizadas. A la falta de coordinación se añadió otro error fatal: contra toda lógica, Pedro II se puso al frente de uno de los grupos, quedando peligrosamente expuesto a la caballería enemiga. Un desliz que dos caballeros franceses, Alain de Roucy y Florent de Ville no dudaron en aprovechar. Tras rodear al rey, dejaron caer el filo de sus hierros sobre él, causándole la muerte. Un cronista medieval, Guillermo de Tudela, recordaba así la dramática escena: “Y fue tan malamente herido, que por medio de la tierra quedó esparcida su sangre, y a la hora cayó tendido y muerto”. Junto al monarca cayeron también abatidos algunos de sus más fieles servidores, los aragoneses Miguel de Luesia, Gómez de Luna o Aznar Pardo.
La muerte de Pedro sentenció la contienda a favor de los cruzados. Aquella sonora derrota despojó a la corona aragonesa de buena parte de sus dominios en el sur de Francia, dinamitando la hipotética creación de un extenso reino únicamente separado por los Pirineos. La derrota de Muret, sin embargo, tuvo también otras notables consecuencias. Por un lado generó un delicado problema de sucesión en la Corona, con el heredero, el futuro Jaime I el Conquistador, en manos de Simón de Monfort; por otra parte, el punto de inflexión que aquella batalla supuso en el desarrollo de la cruzada anticátara aceleró un proceso que hasta entonces se había manifestado tímidamente: la huída de numerosos occitanos, muchos de ellos fieles seguidores de la herejía, hasta tierras peninsulares.

LLEGA LA HEREJÍA
Aunque el flujo migratorio de cátaros hacia la Península Ibérica se hizo especialmente notable tras el inicio de la cruzada y en especial en los años que siguieron al establecimiento de la Inquisición, todo parece indicar que ya en las últimas décadas del siglo XII pudo haber presencia de herejes en tierras a este lado de los Pirineos. Suele citarse el año 1167, fecha en la que tuvo lugar el importante concilio cátaro en Caramán (Languedoc) como evidencia de esta prematura presencia de los Bons homes (buenos hombres, como también se conocería a los cátaros) en la península, y más concretamente en Cataluña. Según algunas fuentes, parece ser que durante la asamblea un grupo de habitantes del valle de Arán escogieron para su comarca un “obispo” cátaro.
Algunos historiadores dudan hoy de esta identificación con el valle de Arán, y señalan que en realidad debía hacer referencia a gentes de un punto situado en suelo occitano, pero en cualquier caso es muy posible que ya en esas fechas hubiese grupos de cátaros –aunque no fuera muy numerosos– en nuestro territorio, especialmente en aquellos lugares más próximos al Midí francés.
De lo que no parece haber ninguna duda es de que en los años del cambio de siglo la presencia de herejes era ya una realidad, al menos en los territorios de la Corona de Aragón. En 1197, Pedro II el Católico emitía una constitución en la que se ordenaba “que todos los valdenses, llamados vulgarmente sabatati o también Pobres de Lyon, y demás herejes innumerables y de nombre desconocido, anatemizados por la Iglesia” debían abandonar sus dominios, “como enemigos de la Cruz de Cristo, violadores de la fe cristiana y públicos enemigos del rey y sus estados”.
Parece bastante probable que la mención junto a los valdenses –que también proliferaban abundantemente en aquellos años, para disgusto de la Iglesia de Roma– de esos “herejes innumerables” se refería precisamente a los cátaros. La constitución promulgada por el monarca aragonés preveía duros castigos para todos los “enemigos de la fe” que fueran hallados en sus territorios cumplido el plazo establecido –el domingo de Ramos de ese año–, con la confiscación de dos tercios de sus bienes (la parte restante recaería en el denunciante) y la ejecución en la hoguera de los acusados. Sin embargo, es poco probable que el rey fuera demasiado estricto en el cumplimiento de sus amenazas, en especial por la estrecha relación existente con un buen número de señores occitanos.

Como ya dijimos, con el arranque en 1209 de la cruzada anticátara, Pedro II se vio en la necesidad de velar por sus intereses en el Midí, cuyo origen se remontaba a finales del siglo XI y que estaban ahora reforzados por lazos familiares. No en vano, el conde Raimundo VI de Tolosa era su cuñado, y su hermano Alfonso regía los designios de Provenza. Su muerte en la batalla de Muret aceleró la huída de numerosos occitanos –herejes o no– hacia la península, en un intento por escapar de la barbarie de la guerrra y la persecución.
Junto a los que huyen de sus hogares por el temor a las matanzas se encuentra otro grupo, el de los comerciantes occitanos que cruzan la barrera de los Pirineos para desarrollar sus negocios. Todos ellos utilizarán dos vías principales de entrada a la península: por un lado atravesando el valle de Arán y, por otro, siguiendo una ruta establecida entre el condado de Foix, en el Languedoc, y el condado de Castellbó, ya en Cataluña. Este último trayecto cobró gran importancia a partir de 1208, cuando Ermesinda, hija del conde Arnau de Castellbó, contrae matrimonio con Roger Bernat, hijo a su vez del conde de Foix Raimundo Roger. Unos lazos matrimoniales entre ambos condados que ayudarían a difundir la herejía cátara en suelo español.
En Cataluña, los herejes se hicieron especialmente visibles en el citado condado de Castellbó, y de forma igualmente notable en Josa del Cadí, pero también, como recoge el historiador Ventura Subirats, en tierras de la Cerdaña, el Rosellón, las montañas de Prades y ciudades como Lleida o Tarragona. Esta proliferación de cátaros en suelo catalán se hizo especialmente destacada durante los años de minoría de edad de Jaime I el Conquistador, un monarca que procuró mostrarse siempre bastante condescendiente con los herejes, a pesar de las constantes presiones que recibió de Roma. En estos primeros años de la minoría del joven monarca la Iglesia catalana intentó hacer frente a los Bons Homes, especialmente con las actuaciones del arzobispo Aspargo de la Barca, quien contó con la ayuda del prior de Escala Dei, Raudulfo. En 1226, con un Jaime I ya adulto, el monarca aragonés se vio obligado a ceder a las presiones de Roma y en especial a las de su confesor, Ramón de Peñafort, ordenando que “se impidiera a los herejes buscar asilo en su reino, y prohibiendo cualquier tipo de ayuda a éstos”.

A pesar de esta insistencia eclesiástica, Jaime I no dudó en seguir mostrándose bastante transigente, siempre que las circunstancias se lo permitían. De hecho, incluso supo sacar partido de la presencia cátara. Finalizada la cruzada en el Midí –que no las persecuciones contra los albigenses– un número de nobles del Languedoc, derrotados en la contienda y en muchos casos despojados de sus posesiones, no dudaron en ayudar al monarca aragonés en su campaña para la conquista de Mallorca (1229-1231). Acostumbrados como estaban a la batalla por el conflicto desatado en el Mediodía francés, muchos de estos nobles –algunos de los cuales habían abrazado la herejía– no dudaron en aportar sus espadas para la conquista de la isla, animados por la promesa del reparto de tierras en caso de victoria.
Como explica Gabriel Alomar Esteve en un trabajo monográfico sobre la cuestión, Cátaros y occitanos en el reino de Mallorca (Luis Ripoll Editor, 1976), estos señores del Languedoc “fueron los que más contribuyeron a la conquista de la isla musulmana, como se deduce claramente de las fuentes históricas. Gran parte de ellos quedaron heredados y más o menos definitivamente establecidos en las islas”.
Algo muy similar, aunque en menor medida, ocurrirá con los territorios conquistados a los musulmanes en Valencia. Como es lógico, a Jaime I le resultaba mucho más beneficioso aprovechar esta participación de herejes occitanos en la conquista y la posterior repoblación que malgastar sus esfuerzos en perseguirlos.

LA PERSECUCIÓN
Por desgracia para los cátaros establecidos en territorios de la Corona de Aragón, y en especial con su notable aumento a partir de las décadas de los años 30 y 40 del siglo XIII, la persecución también iba a llegar a ellos en su hasta entonces tranquilo refugio hispano. En 1232, el papa Gregorio IX hace llegar al arzobispo de Tarragona la bula Declinante, en la que muestra su profundo malestar por la extensión de la herejía en dominios catalano-aragoneses.
Dos años después, en 1234, aparece ya la temible Inquisición, que queda establecida en la Corona de Aragón bajo el mando de Ramón de Peñafort –el confesor del rey–, quien redacta unas Constituciones en las que se establecen las actuaciones a seguir contra los “enemigos de la cruz”. Jaime I estaba cada vez más obligado a endurecer las persecuciones, aunque no debió mostrar mucho empeño en la tarea, a juzgar por las numerosas quejas que recibió desde Roma en este sentido.

Pese al desinterés del monarca, no pudo evitar que comenzaran a producirse las primeras ejecuciones. En 1237, los inquisidores acuden a Castellbó, uno de los focos principales de la herejía, y toman presos a cuarenta y cinco perfectos. Además derriban varias casas y queman en la hoguera a quince personas. No contentos con el castigo, desentierran los cadáveres de algunos sospechosos de herejía ya fallecidos y queman sus restos.
Algo similar se produjo algunos años después, en enero de 1258, cuando los inquisidores Pedro de Cadireta y Pedro de Termes ordenan exhumar el cadáver del conde Ramón de Josa –localidad donde se localizaba otro de los “nidos” de herejes–, y lo condenan a título póstumo por hereje relapso, sacando sus restos del convento de Santa Caterina en Barcelona.
Un destino idéntico sufrieron en 1269 Arnau de Castellbó y su hija Ermesinda, cuyos restos fueron quemados y expulsados del cementerio.
El ejecutor de la condena, el celoso inquisidor Pedro de Cadireta, terminaría sus días de forma trágica en 1278, cuando un grupo de cátaros, buscando venganza a la terrible persecución que sufrían, acabaron con su vida con una contundente lluvia de pedradas.

HEREJES EN LA RUTA SAGRADA
Aunque la presencia cátara se había hecho especialmente notable en la Corona de Aragón, y sobre todo en ciertas zonas de Cataluña, no fueron estos los únicos lugares en los que se manifestó la herejía.
El reino de Navarra, también próximo a los territorios más “contaminados” por las doctrinas cátaras, pudo haber recibido igualmente un destacado grupo de fugitivos o exiliados albigenses. De hecho, en el año 1238, el papa Gregorio IX establece la Inquisición en el reino, dando órdenes al ministro de los franciscanos en Pamplona para que descubra a los herejes y los castigue de forma ejemplar.
Varias fuentes señalan también la localidad de Estella como otro de los focos importantes con presencia cátara. Esta población constituye una de las etapas del Camino de Santiago, y la ruta de peregrinación fue precisamente otro de los lugares donde los Bons Homes hicieron acto de presencia.
Algunos autores citan la existencia de algún pequeño grupo de cátaros en la parte aragonesa del camino, concretamente en Jaca, pero será en tramos más adelantados, ya en la corona castellano-leonesa, donde esta presencia se hace más evidente.
En un documentado artículo, La circulación de los cátaros por el Camino de Santiago y sus implicaciones socioculturales, Bonifacio Palacios Martín destaca tres ciudades: Burgos, Palencia y León, ésta última de forma especial. La primera llegada de cátaros que aprovechaban el anonimato que facilitaba el trasiego de devotos y peregrinos de la ruta jacobea se remontaría a los primeros años del siglo XIII. En aquellas fechas, según algunas fuentes, un cátaro francés llamado Arnaldo habría actuado en dichas ciudades con la intención de predicar sus ideas heréticas. Sin embargo, sería años después, coincidiendo con la muerte del obispo de León, Rodrigo, hacia 1232, cuando la presencia de albigenses se hizo más destacada. Una de las fuentes más citadas a este respecto son los escritos de un clérigo de la época, Lucas de Tuy, quien en su De altera vita fideique controversiis adversus albigensium errores arremetía duramente contra los herejes. Este texto detalla las andanzas de un grupo de cátaros que logró cierto éxito en la ciudad de León, llegando incluso a levantar un edificio en el que predicar a quienes quisieran escuchar sus enseñanzas. Lucas de Tuy explica también en sus páginas cómo, asqueado por las prédicas de estos enemigos de la Iglesia, consiguió destruir su centro de reunión y hacerlos huir de la ciudad.

Aunque el relato de De Tuy no resulta fiable en su conjunto, pues está claramente adornado con detalles y elementos milagrosos, no hay duda de que León presenció en la década de 1230 el establecimiento de algún grupo de cátaros, muy probablemente influidos por los llamados “filósofos naturales”, cuyas ideas habían sido prohibidas también algunos años antes.
Si en la Corona de Aragón tanto Pedro II como su hijo Jaime se habían mostrado bastante permisivos con los “refugiados” cátaros, no parece haber ocurrido lo mismo con Fernando III el Santo. El monarca promulgó un decreto en Palencia para perseguir a los manicheos que pululaban por la provincia, y no dudó en castigarlos con las más duras penas. Los Anales Toledanos refieren que “enforcó muchos homes e coció muchos en calderas”, y el ya citado Lucas de Tuy se refiere al respecto en términos similares: “los enemigos de la fe cristiana persiguió con todas sus fuerzas, y cualesquiera herejes que hallara, quemaba con fuego y las brasas, y la llama aparejaba para los quemar”.
Esta cruda persecución –que tenía su reflejo a otro lado de los Pirineos– fue igualmente dura, como vimos, en la Corona de Aragón tras la llegada de la Inquisición. Con su implacable persecución, los reductos de cátaros fueron menguando hasta casi desaparecer según avanzaba el siglo. Sin embargo, a comienzos del siglo XIV todavía quedaría un pequeño grupo de Bons Homes en el Maestrazgo. Uno de ellos acabaría pasando a la historia como uno de los últimos perfectos cátaros…

ANEXO
BREVE HISTORIA DE UNA HEREJÍA
Aunque el desarrollo de la herejía cátara fue un fenómeno medieval, sus raíces se remontan a siglos atrás, enlazando con doctrinas dualistas como el zoroastrismo y el maniqueísmo. Aunque esta última corriente religiosa pareció diluirse con el desarrollo del cristianismo, en realidad su semilla siguió germinando lentamente en algunos lugares. Ya en la Baja Edad Media, estas ideas volvieron a despertar nuevamente encarnadas en los bogomilos, cristianos de corte dualista que se extendieron por los territorios del Imperio Bizantino a principios del siglo XI. Los bogomilos fueron perseguidos duramente, pero aquel no fue el final de aquella herejía cristiana de carácter dualista. A mediados del siglo XII surgen grupos de herejes en distintos lugares de Occidente: Alemania, Lombardía, Florencia o el Languedoc ven aparecer fieles que reivindican la vuelta a un cristianismo primitivo, critican los excesos de parte del clero, rechazan el consumo de carne y hablan de la existencia de dos divinidades, una buena y otra mala.
Los Bons homes comenzaban a desarrollarse en Occitania. La nueva herejía fue bien acogida en la región, gozando incluso de la simpatía de algunos señores, como Raimundo IV de Tolosa, de quien se dice que iba a menudo acompañado por un grupo de perfectos. Otros miembros de la nobleza, como las damas Esclaramunda y Filipa, hermanas de Ramón Roger de Foix, practicaron la doctrina de los Bons homes. Con la imparable “infección” de la herejía, la Iglesia de Roma comenzó a tomar cartas en el asunto. En 1163, el papa Alejandro III convocaba un concilio en Tours, donde hizo especial referencia al problema cátaro, estableciéndose ya las primeras medidas. Pese a estas actuaciones, el catarismo siguió extendiéndose, hasta que la llegada al papado de Inocencio III en 1198 dio un nuevo giro a los acontecimientos.
El nuevo pontífice encomendó a los cistercienses la labor de terminar con la herejía por medio de la predicación. Algunos años después serían los españoles Domingo de Guzmán –futuro fundador de los dominicos– y Diego de Osma, los escogidos para debatir con los perfectos cátaros. Paralelamente, se intentó convencer a los señores feudales para que actuasen con mano firme contra la herejía, pero todo fue en vano.

Ante el resultado fallido de la predicación, sólo quedaba lugar para las armas. En 1208, se produce un oscuro suceso que desencadenará los acontecimientos. Pierre de Castelnou, el legado pontificio, muere asesinado tras intentar convencer –sin éxito– a Raimundo VI de Tolosa para que inicie la persecución contra sus vasallos “contaminados” por la herejía. Aquella muerte supuso el detonante definitivo para que el Papa decidiera abandonar la salida pacífica y se decantara por la vía de las armas.
Inocencio III llamó a la Cruzada al rey francés y a los nobles del norte, prometiendo a aquellos que participasen el reparto de las tierras de los vencidos. Así, lo que había comenzado como conflicto religioso se convirtió también en una lucha preñada de intereses políticos, económicos y territoriales. Un apetitoso botín para la monarquía francesa y la nobleza del norte, deseosa de hacerse con aquellas regiones.
En 1209 comenzó la Cruzada y llegó el baño de sangre. Se sucedieron las batallas y se sumaron barbaries como las de Béziers, que extendieron el horror por las tierras del Languedoc. Batallas a las que seguirían otras como las de Muret, en la que perdió la vida Pedro II de Aragón y, ya finalizada la contienda, la aparición en 1231 de la terrible Inquisición con el papa Gregorio IX. La nueva institución, cuyo mando se confió a los dominicos, se destacó pronto como una efectiva y terrible máquina de cazar herejes. Un nuevo horror que obligó y animó a muchos cátaros a huir desesperadamente a territorios más tranquilos.

ANEXO
LA DOCTRINA CÁTARA
Los seguidores de esta herejía comenzaron a ser conocidos como albigenses (debido a que muchos de ellos se encontraban reunidos en la ciudad de Albi), aunque más tarde fueron conocidos también como “cátaros” (del griego kazaros, “puro”).
Los cátaros defendían la existencia de dos principios supremos: el Bien, creador de los espíritus, y el Mal, creador de todo lo material.
Tras la muerte, el alma se veía liberada de la cárcel que es el cuerpo material, siendo trasladada al reino celeste por el espíritu.
Los Bons Homes aborrecían el consumo de carne y lácteos, carecían de bienes y no podían guerrear ni jurar. Estas prohibiciones se daban especialmente en el caso de los perfectos, cátaros en los que, según su creencia, el espíritu había tomado dominio del alma durante la vida terrena. El resto de cátaros –denominados creyentes– no habían alcanzado todavía ese grado, por lo que no se veían sujetos a normas tan estrictas, pudiendo comer carne y poseer bienes privados, además de que se les permitía la unión matrimonial y las relaciones sexuales.
En lo doctrinal, los cátaros no creían que Jesús fuera un Dios, ni tampoco que hubiera muerto realmente en la cruz, ya que aseguraban que era en realidad un ángel con cuerpo aparente y, por tanto, no podía morir. Esto excluía, por tanto, su supuesta resurrección. Sí aceptaban, por el contrario, que tras el nacimiento de Jesús la Humanidad se había visto liberada del principio del Mal. A pesar de estas peculiaridades doctrinales, los cátaros se consideraban cristianos (no sólo eso, sino «buenos cristianos») y leían el Nuevo Testamento. Sin embargo, eran muy críticos con la Iglesia y su poder temporal y con todos aquellos sacramentos materiales y su imaginería de cruces y esculturas.
En cuanto a los “sacramentos”, el consolamentum suponía el acto fundamental en la vida de un cátaro. Consistía en la imposición de manos por parte de un perfecto, de modo que el hasta entonces creyente pasaba a alcanzar también el grado del primero. Aquellos creyentes que no se creían capaces de llevar el rigorismo que suponía dicha condición se sometían a la convenentia convenesa, un pacto mediante el cual recibían el consolamentum antes de fallecer.

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